Una conversación con mi hija adolescente confirma todas mis sospechas. Sentadas muy juntas en el chaise longue del salón, me traslada una reflexión del día anterior con su mejor amiga. Ambas son jóvenes, pero afortunadamente pertenecen a un segmento de población que analiza todo cuanto puede afectarlas lo más mínimo. Se encuentran muy molestas porque olfatean en el ambiente el intento de adoctrinamiento de quien ahora se sienta en Moncloa. Mi nena –de sobresaliente alto en Filosofía y estudiante apasionada de la Historia Contemporánea- no entiende el empeño de la LOMLOE y de su precursora Celaá por negarles herramientas que fomenten su capacidad de análisis.
Palabras textuales: “…mamá, quieren que seamos ignorantes de cuanto ha sucedido en nuestro País. No quieren que desarrollemos un pensamiento crítico para que así pensemos exactamente lo que ellos quieren…”
Hace algunos días, una treintena de intelectuales publicaban un manifiesto cargando contra la Ley Celaá. Entre muchas otras cosas, expresaban enérgicamente que los conceptos que sean ajenos a los saberes de las asignaturas, y que sean de tipo moral o ideológico, deben ser retirados de las aulas.
Mi total sintonía con tal idea. La escuela no está para adoctrinar, sino para enseñar.
Si sustituimos el contenido –como de manera expresa hace la LOMLOE- por ideología, los más jóvenes se aborregan. Es más sencillo, entonces, imbuirlos de un nada constructivo “pensamiento único”. Cuando en realidad lo que necesita la sociedad es la apertura mental que sólo aporta el conocimiento.
Mi hija se declara abiertamente “apolítica”. De todas las formaciones profesa su propio análisis. Incluso en ocasiones suspira con cierta desilusión. Pero sabe discernir bien cuándo intentan comprar su voluntad de forma ladina. Como madre y ciudadana, respiro con cierta tranquilidad. Y pienso que aún queda lugar para la esperanza.
