No es fácil ser feminista, ni es fácil estar a favor de la igualdad, del progreso, de la libertad o de la democracia.
Es más fácil ver a la mujer como un objeto que pone en riesgo nuestros privilegios de macho dominante.
Es mejor anclarse en tradiciones impuestas por la fuerza y cargadas de injusta ignorancia que nos coloca en posición predominante y privilegiada.
No es sencillo trabajar por la libertad, por el progreso o por la convivencia democrática. Esa es una lucha que debe ser constante, tenaz y beligerante.
Los fantasmas del odio, del miedo y de la imposición revolotean constantemente, son verdaderamente persistentes y cuando creemos que se han ido vuelven con fuerza y con la maldad de siempre.
Hace no mucho tiempo era inimaginable escuchar en los parlamentos, en los medios de comunicación o en los foros de debate, discursos contra la mujer, contra los inmigrantes o contra la diversidad sexual o contra la pluralidad cultural, religiosa, racial o étnica.
Hoy esos discursos están presentes en todas partes. Se proclaman en voz alta buscando acallar las voces diferentes. Se amparan en la libertad que nunca defendieron, que siempre despreciaron, para exigir respeto por sus opiniones.
Los demócratas hemos caído en la trampa. Seguimos con la monserga estúpida de que todas las opiniones e ideas son respetables y no es así. Las ideas y opiniones de odio, de discriminación de desprecio, ni son respetables ni son tolerables.
Darles voz, permitirles gritar, es atentar contra los derechos y libertades conquistadas durante muños años por mucha gente. No merecen que seamos complacientes con esta gentuza.
