Llevamos meses difíciles, complejos, alienados completamente de la tan ansiada y necesaria «normalidad». Incluso, recordamos con nostalgia la reincidente cuesta de enero de cada año. Cuesta que asociábamos a la resaca navideña, la falta de manos suficientes para llevar las bolsas de compra de las rebajas y el agujero en el bolsillo con el consumismo desaforado -con excepciones, claro-.
Ahora esa cuesta también existe, pero en términos mucho más perversos. Porque a las fiestas navideñas le ha seguido el aumento en el número de contagios hasta cifras insostenibles, la dificultad para salir a darnos un capricho comprándonos un «pingo» y el agujero del bolsillo más grande que nunca -pero no el de los consumidores, como acostumbra- sino el de aquellos sectores que gracias a nuestro consumo podían continuar subiendo el cierre cada día y pagar debidamente las facturas.
Sin género de duda, la cuesta de enero más dura, en el más amplio sentido de la expresión.