El mes de enero se estrena con 14 subidas de impuestos. Leen ustedes bien, nada más y nada menos que catorce nuevos giros de tuerca al bolsillo del contribuyente.
Y es que el mal llamado progresismo, siembra con su relato que la única forma de mantener los servicios públicos y la introducción de diversas medidas, es a base de detraer poder adquisitivo de los trabajadores para sufragar el altísimo coste del bien común.
Sobre el papel -que todo lo aguanta- está bien predicar con la necesidad de esforzarse por mejorar la calidad de los servicios a la ciudadanía y también sostener el Estado de Bienestar. Pero sobre el terreno, lo cierto es que los eslóganes resultan ser poco más que una falacia. Mientras el gasto público y el déficit se disparan como “si no hubiera un mañana”, hasta el punto de haber recibido un tirón de orejas de Bruselas por encontrar una situación presupuestaria muy complicada en nuestro País, la ciudadanía no ve reflejada una mejora real en su calidad de vida.
¿Por qué no se abandera la responsabilidad de ser más eficiente con el gasto público? No se trata de gastar más, sino de hacerlo mejor. Desde Europa afirman que es necesario establecer una estrategia a medio plazo que sea creíble, y el Gobierno “progresista” decide que para lograrlo lo único que se puede hacer es seguir esquilmando a la ciudadanía. Parecen desconocer otras fórmulas más liberales y edificantes.
Ninguna voz autoritaria, inteligente y responsable que alce el tono para asumir que no existe una correlación directamente proporcional entre el gasto público y la mejora de la calidad de vida. Aunque sí la hay entre la proporción de gasto previsto y la cantidad de ingresos necesarios. Pero, claro, es muy fácil confundirse con el axioma cuando el dinero público (que “no es de nadie”, como dijo hace tiempo una eminente socialista) no sale del esfuerzo propio, sino del de todos. En un vergonzante “yo invito, y tú pagas”.
